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martes, 4 de noviembre de 2008

VIDA Y OBRA, Desde 1820 hasta 1850

Entonces, Artigas, atravesando la Provincia de Corrientes hizo rumbo al Paraguay, donde gobernaba el Dr. Rodríguez Francia. Embarcándose en el puerto de Candelaria, antigua capital de las Misiones, cruzó el anchuroso Paraná el 5 de setiembre de 1820, después de separarse de la casi totalidad de sus compañeros, que restaron en la margen izquierda, y fue a presentarse a las autoridades paraguayas.
Noticiado el Dictador Supremo Gaspar de Francia de su arribo, lo consideró desde el primer momento como prisionero suyo, y en ese concepto lo retuvo siempre, primeramente en Asunción donde se le alojó por un corto tiempo y después en Curuguaty, remoto pueblo de negros que le fue señalado como término de destierro, asignándole por varios años -gobierno curioso el del tirano- el pago de un sueldo equivalente al de Capitán que Artigas había alcanzado en los ejércitos de España. Sin embargo, cuando supo que invertía en limosnas el dinero que podía sobrarle, el Supremo le suspendió el estipendio.
Vivió en aquel rincón miserable casi diecinueve años, hasta que Francia desapareció del mundo en 1840, siempre acompañado de sus fieles morenos Ansina y Lencina. Entonces, más libre pero siempre teniéndolo en vigilancia, el gobierno sustituto del tirano le permitió trasladarse a residir en Ibiray, distrito próximo a la Asunción, el que poco después, cuando Carlos Antonio López vino a ejercer las funciones de Presidente de una república más o menos nominal, fue incluido entre los límites de la jurisdicción de la Santísima Trinidad.
En aquella morada que le había cedido el Presidente dentro de los límites de un latifundio suyo fueron transcurriendo los días del Protector, iguales y monótonos, absorbido por el ambiente, en una vida de hombre del pueblo modestísima. Allí, el viajero francés Alfredo De-mersay le hizo del natural, a fines de 1846 o principios del 47, el retrato único del Prócer que haya llegado hasta nosotros.
La familia de López -parece probado- dispensaba al Protector ciertas atenciones, y las gentes sencillas y pobres de los contornos, habituadas al trato diario lo estimaban de veras, llamándolo "Carai Marangatú", predicado consagratorio que se ha traducido en imperfecta versión como "Padre de los Pobres", cuando, según lo dijo el delegado paraguayo Dr. Boggino en una reunión rotariana en el Salto, en 1939, la traducción exacta de las palabras guaraníes, con sentido más hondo y no menos consagratorio, quieren decir "Bondadoso Señor".
Las noticias que concreta y fielmente poseemos de los años del Paraguay son pocas, y en cambio las leyendas y las amables mentiras abundan y proliferan, pero este no es el sitio donde haya que examinarlas a la luz de la sana crítica.
Lo más importante de todo, o sea lo que toca a las gestiones que se tentaron para que Artigas se reintegrase al país, es asunto poco claro, pues las administraciones paraguayas de la época pudieron haber realizado y realizaron acaso, recónditas maniobras tortuosas que configuraran una exterioridad no ajustada a la realidad de los hechos. Tal vez Artigas, en el fondo de su cautiverio, ignoró la llegada de los delegados uruguayos y sus mismas gestiones. Harían falta papeles directos, que no han aparecido hasta hoy, para disipar estas dudas, en vez de las referencias de segunda mano emanadas de las mismas autoridades que lo tenían bajo custodia y con arreglo a las cuales hay que conjeturar y deducir.
Dejó de existir Artigas en la misma propiedad que el presidente López le había cedido, el 23 de setiembre de 1850, probablemente de senilidad y sin dolencia definida, pues no hay ninguna versión cierta y concreta de las circunstancias que rodearon el deceso.
Sus restos, seguidos de tres o cuatro vecinos, recibieron silenciosa sepultura en el Cementerio de la Recoleta, situado a corta distancia de la quinta, y allí quedaron en la fosa 26 del sector denominado "Campo Santo de los Insolventes", pues nadie obló los dos pesos del derecho que cobraban los curas.
En aquellas tierras coloradas reposaron hasta el día en que el Dr. Estanislao Vega, nuestro agente diplomático enviado por el gobierno del Presidente Flores, los reclamó y se recibió de ellos cinco años después, el 20 de agosto de 1855, para volverlos a la patria, y ser depositados en el Panteón Nacional, donde los esplendores de la gloria y de la justicia histórica vendrían a restablecer sobre la urna que los encierra.
Aquellas mentiras a gritos, aquellas insolentes calumnias de gaucho, ignorante, malevo y traidor, estampadas hasta en los libros de escuela, avergonzarían hoy a los mismos que las escribieron.
Para su rehabilitación no se necesitaba sino una cosa: estudiarlo con espíritu imparcial y juzgar de acuerdo con lo que surgía de los documentos.
Focalizado y estudiado así, podemos comprender sin violencia que Artigas -conforme a lo dicho por un escritor argentino- tuvo que ser acreedor a la gracia de un alto favor especial que pudo permitirle "haber sido tan impetuoso en sus ideas, tan prudente en sus juicios, tan humilde en su conducta, tan austero en su vida, tan fuerte en la adversidad, tan pobre en la muerte y tan grande en todo momento".
Gran calumniado de nuestra historia, la era polémica primitiva en lo que se refiere a la personalidad del Protector de los Pueblos Libres -ha escrito el Dr. Gustavo Gallinal- puede considerarse clausurada para nosotros y su figura se yergue sobre las fronteras, señoreando cada día un escenario histórico más vasto.
Pero ni han terminado ni tendrán término la agitación, el choque, la remoción de ideas en torno a su figura, como no se cierran en torno a ninguna personalidad creadora, cuyos actos y cuyos pensamientos se proyectan hacia el porvenir.
Mientras tanto -para decir con palabras de Héctor Miranda- "sus hechos están ahí, solemnes y elocuentes, resonando para siempre en la Historia. Ellos demuestran la superioridad intelectual del patricio, su potencia de espíritu, su inmensidad de pensamiento".

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